Por el Ingeniero Miguel Angel Gongora.
La noticia de la muerte de Kris Kristofferson me ha sacudido profundamente. No por su partida en sí —pues la muerte, como bien decía Borges, es solo una sombra más en el vasto teatro de la existencia—, sino por lo que representa: el final de una era, una página que se cierra en la volátil y siempre elusiva historia del arte verdadero. Sin embargo, este no es un artículo convencional de tributo. De hecho, es mucho más que eso, porque en el centro de este relato no está Kristofferson, sino yo. Y es así como debería ser, porque cuando dos fuerzas se encuentran, la verdadera historia radica en la colisión, no en los individuos.
Era el año 1996, y me encontraba en un lugar que solo podría describirse como una geografía de la reflexión: Carmel-By-the-Sea, California. Había pasado una tarde de cavilación profunda, desentrañando el enigma del ser y del no ser, cuando, al doblar una esquina, me topé con la vulgaridad encarnada: un hombre orillado contra una valla, orinando en la vía pública. El simple hecho de que un ser humano, en un lugar tan exquisito como Carmel, tuviera la osadía de someter su cuerpo a ese acto tan rudimentario frente al ojo del mundo, me pareció una afrenta no solo al buen gusto, sino a la dignidad misma de nuestra especie.
Y como hombre de principios —como hombre de intelecto—, decidí confrontarlo. No sabía quién era aquel desgarbado que deshonraba el suelo bajo sus pies. Quizá, en retrospectiva, mi intervención fue una manifestación del destino, una llamada de la providencia que unió dos fuerzas que estaban destinadas a cruzarse en ese momento exacto. “¿Qué carajos haces?”, le espeté con la altivez de quien no teme a nada ni a nadie.
El tipo, un hombre mayor con una barba descuidada y un sombrero inclinado hacia un lado, me miró de arriba abajo con una mueca que solo podría describirse como una burla de la vida misma. “¿Qué te importa?”, me respondió con una dejadez que solo acrecentó mi indignación. Yo, un defensor de los principios más elevados del decoro humano, y él, un simple mortal reduciendo al acto más bajo la majestuosidad del paisaje.
"¡Te estoy hablando!" insistí, incapaz de contener el fervor de mi rectitud moral. Fue en ese momento cuando el hombre, con una sonrisa sarcástica y una despreocupación insólita, escupió un chorrito de tabaco mascado al suelo, justo frente a mí, como si mi presencia fuera poco más que una nota al pie de su existencia.
"Vete al diablo", me dijo, subiendo a su Impala de un color tan gastado que solo podía corresponder al
alma de su conductor. Yo, indignado ante tal desplante de vulgaridad, no retrocedí ni un milímetro. Porque, al fin y al cabo, no era él quien estaba por encima de mí. Mi moral, mi intelecto, mi propia existencia se alzaban por sobre ese acto de mediocridad. Lo que sucedió después es digno de una tragedia griega, o más bien, de una comedia de enredos en la que el destino se divierte a costa de los hombres.
Cuando arrancó el motor, aquel hombre, que en ese momento no era más que una sombra anónima en la vastedad de la vida, se inclinó hacia la ventana y, con una precisión digna de un atleta olímpico, me lanzó el último remanente de su tabaco mascado. El impacto fue brutal. No por la fuerza física, sino por lo que representaba: una afrenta al intelecto, a mi sensibilidad. Pero ahí, en ese momento, no entendí la magnitud del encuentro.
Cuando el Impala aceleró, dejándome solo en esa esquina, me sentí ultrajado, pero también inexplicablemente iluminado. Y no fue hasta mucho después, mientras consultaba la enciclopedia mental de mi vasta cultura, que comprendí quién había sido el autor de tal osadía. No era otro que Kris Kristofferson, una leyenda, un hombre cuyas canciones habían dado voz a generaciones enteras. Aquel que había trabajado junto a los más grandes y que, de alguna manera, en ese breve y grotesco encuentro, me había mostrado una verdad profunda: la grandeza no necesita decoros.
Mientras Kristofferson desaparecía en su coche, yo quedé allí, varado entre el asombro y la rabia. Pero en el fondo sabía que, aunque en ese momento yo era incapaz de entenderlo, ese encuentro me había cambiado. No era sobre él, claro está; era sobre mi capacidad de captar el mensaje escondido en los recovecos del desdén. Kristofferson, con su rudeza, me había mostrado lo que tanto buscaba: la insólita poesía de la confrontación entre el arte y la vida misma.
Hoy, mientras el mundo lamenta su partida, yo recuerdo ese instante con claridad, no como una simple anécdota de calle, sino como una colisión cósmica entre dos fuerzas de la naturaleza. Kristofferson y yo, en ese día de 1996, creamos juntos un momento que trascendió la banalidad de lo cotidiano, porque en el arte, como en la vida, no hay lugar para los tibios. Y si bien él fue el que se alejó en su Impala, yo me quedé con la certeza de que, en ese pequeño rincón del universo, el verdadero arte había ocurrido.
