Culiacán en Guerra: Entre la Chapiza, el Mayo y el Abandono del Estado

 

Por el Licenciado Juan Pablo Garza Sada 

 

Culiacán ya no es la capital de un estado. Hoy, Culiacán es el escenario de una guerra abierta entre dos fuerzas que han convertido las calles en campos de batalla, las casas en trincheras, y a la ciudadanía en rehenes del narco. Las balas no paran, las ejecuciones suman decenas, y el terror se ha vuelto una constante. A cada momento, el Cártel de Sinaloa libra una guerra interna que nadie puede o quiere detener: La Chapiza contra El Mayo Zambada.

El arresto reciente de uno de los capos más buscados, Ismael "El Mayo" Zambada, que durante años había manejado su imperio con una mano casi invisible, desató una tormenta que ahora arrasa Culiacán. La frágil tregua que mantenía unido al Cártel de Sinaloa se ha roto, y el resultado es un baño de sangre que ha dejado a la ciudad al borde del colapso. Los leales a "El Mayo", sin su líder para dirigirlos, se han visto acorralados por la fuerza brutal de La Chapiza, la nueva generación del cártel que parece dispuesta a tomar el control total de la región.

Pero la guerra entre facciones no es lo único que está llevando a Sinaloa al borde del abismo. Los rumores son persistentes: en el centro de este conflicto, parece haber algo mucho más oscuro. Las acusaciones que vinculan al Gobernador Rubén Rocha Moya con el narcotráfico han comenzado a multiplicarse. Las voces —de las que nadie habla oficialmente, pero que todos escuchan en los rincones del poder— apuntan a una colusión entre los altos mandos del estado y los mismos criminales que mantienen a Culiacán bajo fuego. Los nexos entre el gobierno local y el crimen organizado son, en muchos casos, tan sólidos como los que existen entre los mismos sicarios.

No es un secreto que en Sinaloa, desde hace años, el Estado se retiró, dejando un vacío de poder que los narcos han llenado con balas y sangre. Lo que hoy vemos en Culiacán es la consecuencia de décadas de complicidad entre el crimen y las autoridades, una complicidad que López Obrador, con su política fallida de “abrazos, no balazos”, solo ha profundizado. Esta administración no solo ha sido incapaz de frenar el poder del narcotráfico, sino que ha permitido su expansión bajo la excusa de que la violencia solo engendra más violencia. Pero la realidad es que esa inacción ha permitido que los cárteles se rearmen, se reorganicen y se enfrenten entre sí, dejando al pueblo de Sinaloa atrapado en medio.

Culiacán hoy es peor que cualquier ciudad de guerra en Irak o Siria. Y no lo digo como una hipérbole. Allí, al menos, hay una línea clara entre combatientes y civiles, entre un Estado que intenta mantener el orden y grupos insurgentes que buscan desestabilizarlo. En Culiacán, esa distinción no existe. El Estado no tiene control, el narco manda, y el ciudadano común es, literalmente, una moneda de cambio en una guerra de poder.

¿Quién defiende a la gente? Las autoridades federales han demostrado una y otra vez su incapacidad para manejar la situación. Desde la desastrosa operación fallida de captura de Ovidio Guzmán en 2019 —que dejó claro que el gobierno federal está dispuesto a rendirse ante el narco para evitar un enfrentamiento— hasta la más reciente estrategia de contención militar, todo ha sido insuficiente. El gobierno de López Obrador no solo ha fallado en proteger a la ciudadanía; ha fallado en algo más fundamental: ha fallado en ejercer el Estado de derecho.

La captura de El Mayo Zambada debía ser un golpe decisivo contra el narcotráfico, un símbolo de que el Estado tenía el control. En cambio, ha resultado en el caos. Hoy, Sinaloa arde. Las bajas civiles aumentan, los ajustes de cuentas son diarios y la impunidad sigue reinando. Rocha Moya, quien debería ser el garante de la seguridad en el estado, es percibido como parte del problema. El silencio que rodea sus supuestos vínculos con el narco es atronador. En cualquier otra democracia funcional, el gobernador estaría siendo investigado, si no por su complicidad directa, al menos por su omisión.

López Obrador, por su parte, sigue confiando en que su proyecto de paz social puede remediar lo que a todas luces es una guerra sin cuartel. Pero lo que ocurre en Sinaloa no es un problema que se resuelva con buenas intenciones o con retórica pacifista. Es una guerra que, como en Siria o Irak, ha llegado para quedarse mientras no se tomen medidas serias y se enfrente a los cárteles con toda la fuerza del Estado.

Lo que necesitamos es una estrategia real para detener la violencia, y esa estrategia empieza por aceptar que la "guerra contra el narcotráfico" no ha terminado. Culiacán está en guerra, y pretender lo contrario solo seguirá costando vidas. Mientras el gobierno siga sin intervenir con decisión, mientras los políticos sigan coludidos con el narco, y mientras la impunidad siga siendo la norma, el pueblo de Sinaloa seguirá siendo rehén de un conflicto que no parece tener fin.