El posmó Chirico

 

Por el Ingeniero Miguel Angel Gongora.

Giorgio de Chirico. El nombre retumba como un eco vacío en los corredores estériles de la historia del arte, invocando la figura de un hombre que, al igual que sus plazas desoladas, está fundamentalmente hueco. Se nos ha querido vender la idea de que este "visionario" fue un precursor de la metafísica pictórica, un faro intelectual que iluminó el oscuro sendero hacia el surrealismo. Pero, como ocurre con todos los productos defectuosos del pensamiento moderno, cuando uno rasca bajo la superficie, lo único que encuentra es polvo posmoderno y una pretensión sin fundamento.

El mundo se ha rendido ante las "plazas italianas" de De Chirico, esos escenarios vacíos, poblados por maniquíes y sombras grotescas. Sin embargo, solo hace falta tener un mínimo de discernimiento crítico —algo que, evidentemente, la mayoría de sus entusiastas no tiene— para entender que lo que en realidad estamos contemplando es un burdo teatro del vacío existencial. De Chirico, en su intento de ser profundo, solo logra ser desesperantemente superficial. Un callejón sin salida intelectual disfrazado de misterio.

Las columnas clásicas, las estatuas, las perspectivas extrañas, todo está ahí, en una supuesta oda a la antigüedad y a los grandes maestros del pasado. Pero ¿qué consigue realmente? Nada más que una perversión de esos mismos ideales. Donde debería haber una exploración auténtica de la memoria, del tiempo y del espacio, solo encontramos una burla del clasicismo, una grotesca escenificación de una nostalgia falsa, hecha para impresionar a los incautos que confunden el desconcierto con la genialidad. El posmodernismo en su expresión más temprana y, francamente, más burda.

No es casualidad que De Chirico haya sido abrazado por los surrealistas, ese movimiento que hizo del sinsentido un dogma, y que ha convertido el arte en un capricho irracional. Lo suyo es el caos disfrazado de orden. Si alguien realmente se cree el cuento de que en las torcidas líneas de fuga y las sombras absurdas de sus composiciones hay una revelación filosófica, solo está demostrando que ha caído en la trampa de la modernidad: confundir lo incomprensible con lo profundo.

Sus cuadros, esos vacíos teatrales llenos de estatuas mudas y relojes detenidos, no son más que una imagen de sí mismo: un hombre varado en el tiempo, sin nada que decir, pero con un deseo patético de ser escuchado. De Chirico fue un artista que nunca entendió que la verdadera originalidad no proviene de distorsionar la realidad hasta hacerla irreconocible, sino de la capacidad de revelar algo esencial y trascendente dentro de ella. En lugar de esto, optó por el artificio fácil y por una superficialidad que todavía hoy engaña a quienes prefieren la simulación a la sustancia.

Si hubiera alguna justicia en el mundo del arte —una que no estuviera tan plagada de charlatanes posmodernos—, De Chirico sería recordado no como un innovador, sino como un paso en falso en la evolución de la estética. Su legado no es el de un visionario, sino el de un hombre que, en su intento de proyectar misterio y profundidad, solo consiguió darle forma a la nada.

El posmó Chirico, entonces, no es más que el preludio de lo que vendría después: un arte roto, de figuras alienadas y perspectivas torcidas, incapaz de confrontar el mundo real y, al mismo tiempo, lleno de un vacío existencial que jamás supo llenar. La única obra maestra que logró fue la de disfrazar su propia confusión como si fuera genio. Una farsa elevada al altar de la incomprensión.