Por el Maestro Enrique Chavanel.
Asistir a los Premios Ariel es una experiencia a la que se supone que uno debería llegar con la expectación que se reserva para las grandes noches del arte y la cultura. Y, sin embargo, lo que experimenté en la gala de 2024 fue una especie de purgatorio audiovisual, una noche carente de pasión, donde el llamado "nuevo cine mexicano" me recordó que el cine verdaderamente auténtico en este país se quedó atrás, en la era de los videohomes.
Entré al recinto ataviado en un esmoquin digno de la ocasión, dispuesto a enfrentar las miradas complacientes de la fauna que compone la industria mexicana. Todos esos directores y actores con sus discursos rebuscados, mirándose unos a otros con una admiración que solo puedo definir como un eco vacío de falsa camaradería. Porque, ¿qué celebran? ¿Qué aplauden? Puedo decirlo con absoluta seguridad: no celebran cine, no aplauden arte. Aplauden la ausencia de riesgo, la mediocridad de un cine que se viste de independencia pero que carece de identidad.
La ceremonia fue un desfile de discursos anodinos y agradecimientos insípidos, como si la sola mención del "cine de autor" bastara para hacer de cualquier bodrio una obra de arte. Pero, como hombre de criterio, mi paciencia tiene límites, y confieso que en varios momentos miré el reloj con desesperación, cuestionándome si realmente estaba dispuesto a soportar otra perorata sobre “la importancia de visibilizar las historias marginales”. Sí, sí, eso ya lo sabemos, pero ¿dónde está el arte, el verdadero impulso creativo, ese cine que provoca, que subleva? ¿Dónde quedó el México que alguna vez fue capaz de hacer cine auténtico, honesto, el México de los videohomes?
Ah, los videohomes. Ese es el cine mexicano en su máxima expresión, en su auténtica brutalidad. Claro, estoy seguro de que más de uno de mis colegas, esos "intelectuales del séptimo arte" (Saludos, Ayala Blanco y F. Solorzano), hará muecas de horror ante mi mención de lo que ellos consideran el “cine de los suburbios”. Pero les diré algo: esos videohomes son lo más cercano que tenemos al cine de arte. Porque en sus historias simples y directas, en su osadía de explorar las realidades que nadie quiere ver, se encuentra una sinceridad que estos supuestos cineastas independientes ni siquiera pueden empezar a comprender.
Esa noche, mientras la alfombra roja lucía una gama de rostros pretenciosos que se creen los salvadores del cine nacional, no pude evitar recordar a personajes como Juan Valentín, Los Almada, Jorge Aldama, Valentín Trujillo, verdaderos artistas que, sin necesitar de halagos de festivales ni de subvenciones elitistas, capturaban la esencia de lo mexicano. Videohomes como 100 kilos de plomo (pendiente reseña) o Cholos vs. Narcos poseen un alma que ninguna de las películas premiadas esa noche podría siquiera soñar con alcanzar. Porque esos filmes no pretendían ser otra cosa que un reflejo crudo y honesto de una sociedad que aún tenía el valor de mirarse al espejo sin autoengaños.
Y mientras yo intentaba concentrarme en la interminable lista de galardones, mi mente volvía una y otra vez a esa época dorada del videohome, cuando el cine se hacía sin miedo y sin el falso pudor que caracteriza a esta nueva ola de directores que creen que por filmar en blanco y negro o con planos largos están creando arte. Lo que están creando es aburrimiento, y de eso tuvimos de sobra esa noche. Porque el arte verdadero, en su naturaleza más pura, no es una cuestión de pretensiones, sino de autenticidad.
Al final, salí de la gala con una sonrisa amarga. En primera por que, con todo respeto, el vino mexicano es malísimo, y además que mientras el resto de los asistentes se retiraba con la satisfacción de haber sobrevivido a otra noche de vanidades, yo sabía que había sido testigo de algo más profundo: el colapso de una industria que se ha negado a ver el verdadero cine que una vez produjimos, un cine al que ahora consideran “de baja estofa” pero que, paradójicamente, era mucho más grande y auténtico que todas las supuestas obras maestras que vi desfilar esa noche.
